¿Te suena de algo el Black Friday?
Claro que sí.
Ese día en el que el mundo parece volverse loco. Ofertas que gritan tu nombre desde la pantalla. Descuentos que te hacen sentir el tipo más listo del planeta por aprovecharlos.
Pues esta historia empieza ahí. En uno de esos viernes de noviembre.
Imagina la escena. Un abogado, en su despacho, hasta arriba de trabajo. Ve una oferta que no puede dejar pasar: una silla ergonómica. De esas buenas. De las que te salvan la espalda después de horas y horas de estar sentado. Un capricho, sí, pero también una inversión en salud.
La compra es un clic. Rápido. Sencillo. Como siempre.
La pantalla devuelve un mensaje tranquilizador: “Pedido confirmado. Te avisaremos cuando tengamos una fecha de entrega”.
Perfecto.
El gigante del comercio electrónico ha hablado. Solo queda esperar.
Pero los días se convierten en semanas. Y las semanas en un mes. Y luego, casi en dos.
La silla no llega.
En su lugar, llega un email. Frío. Impersonal.
“Hemos cancelado tu pedido por falta de disponibilidad”.
¿Te ha pasado alguna vez? Esa sensación. Esa mezcla de fastidio y resignación. Piensas: “Vaya, qué mala suerte. Bueno, a otra cosa”.
Casi siempre lo dejamos pasar. Porque es una empresa enorme y nosotros somos…Bueno, nosotros. ¿Qué vas a hacer? ¿Pelearte con un gigante por una silla?
Pero aquí es donde la historia da un giro.
La curiosidad, o quizás la mosca detrás de la oreja, le lleva a hacer algo simple: volver a la página del producto.
Y ahí está.
La misma silla.
No solo “disponible”, sino esperándole. Eso sí, con una pequeña diferencia. Un detalle sin importancia: ahora costaba un 25% más, y además, aparece la famosa frase que en Canarias conocemos bien: “Este producto no puede enviarse a la dirección de envío que has indicado. Elige otra dirección de envío.”
Pausa un momento y piensa en lo que significa.
No es un error. No es “falta de disponibilidad”. Es algo que huele mal. Es una decisión.
Te cancelan un pedido a un precio de oferta para, acto seguido, poner el mismo producto a la venta a un precio superior, y diciendo que no lo envían a Canarias.
Es en ese preciso instante cuando la historia deja de tratar sobre una silla.
Ya no importa si es ergonómica, si tiene ruedas o si da masajes.
Se convierte en una cuestión de principios.
Es esa rabia sorda. Esa impotencia que sientes cuando te toman por tonto. Cuando una corporación multimillonaria, con toda su tecnología y sus algoritmos, decide que tu acuerdo, tu compra confirmada, no vale nada. Que pueden borrarlo con un clic y cambiar las reglas a mitad del partido.
Piensas en la gente que no se da cuenta. En los que simplemente aceptan la cancelación y, si todavía la quieren, pagan el nuevo precio. Piensas en los que no pueden pagar el nuevo precio. Piensas en cuántas veces harán esto cada día.
Y es ahí, en esa frustración, donde nace la decisión.
La decisión de no encogerse de hombros. De no decir “qué le vamos a hacer”.
Porque a veces, el gesto más rebelde no es gritar, sino simplemente decir: “No. Teníamos un trato. Y los tratos se cumplen”.
Esta ya no era la historia de un hombre que quería una silla.
Se había convertido en la historia de un consumidor que exigía respeto. Y estaba a punto de llevar esa exigencia hasta el final. Siendo abogado sabía que la ley, a veces, es la única honda que David tiene para derribar a Goliat. No se trataba del dinero, sino de la decencia y de hacer valer un contrato, por pequeño que fuera.
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